De Valencia a Estambul, de Pekín a Moscú, de Budapest a Olot, en cualquier parte del mundo, en ciudades grandes, medianas y pequeñas, encontramos establecimientos de alimentación que podemos conceptuar dentro de lo que se entiende por fast food, y que solemos traducir por “comida rápida”. El artista pop naturalizado norteamericano Andy Warhol manifestó –parece que sin ironía– que “lo único interesante de cualquier ciudad del mundo es encontrar un McDonald’s”: podríamos decir que su sueño ya se ha cumplido.
El fast food o comida rápida, como estilo de alimentación (e incluso de vida), es –bajo los parámetros más comunes y conocidos– de origen norteamericano. Empieza, a mediados de siglo XIX, con la colaboración de comidas preparadas –como, por ejemplo, la fabricación de cereales precocinados para las comunidades religiosas de alimentación vegetariana–, se afianza con la industrialización y alcanza su apogeo a partir de la Segunda Guerra Mundial. A partir de aquellos momentos se difunde la cultura de la hamburguesa, a base de carne picada de ternera, que sustituye al cerdo en la preferencia culinaria de los norteamericanos y, desde de la década de los sesenta, aproximadamente, empieza su expansión internacional que tiene, podemos decir, un crecimiento exponencial. Y eso, pese a las iras de los manifestantes antiglobalizadores o de José Bover y sus seguidores. Por ejemplo, en ciudades recientemente liberadas del recelo antiamericano –como Budapest–, la proliferación de McDonald’s y otros establecimientos de comida rápida es altamente sorprendente; esto lo podemos trasladar a la mayoría de ciudades europeas y del resto del mundo, incluyendo China o el sudeste asiático (Vietnam, Tailandia, Singapur…).
DE AMÉRICA AL UNIVERSO
De América al universo: actualmente, como querría Andy Warhol, se pueden encontrar hamburgueserías, establecimientos de pollo frito o pizzerías de deglución rápida en cualquier parte del mundo, incluso en zonas de tradiciones culinarias bastante diferentes de las occidentales o confrontadas (por motivos religiosos), como pueden ser los países islámicos.
The Cassel Food Dictionary de Sonia Allison (Londres, 1990) define el término fast food de la siguiente manera: “Comida preparada que se puede llevar caliente de los establecimientos y restaurantes y comida inmediatamente (fish and chips, por ejemplo) o platos precocinados que se venden en supermercados o tiendas de alimentación y que solamente hay que recalentar antes de servirlos.” Observemos que en esta definición se incluye la comida “de calle” (como el pescado y patatas característico de Inglaterra; podríamos añadir el universo de comidas de calle de Turquía, el Magreb o el sudeste asiático) y una noción más discutible, que para nosotros sería la de comida “preparada” para llevarse. Y, posiblemente, no se pone el suficiente énfasis en el concepto más “canónico” de comida rápida, que es el de las hamburgueserías y establecimientos similares. Si ampliáramos la definición, dentro de este contexto podríamos añadir, incluso, la cultura española de las tapas, la de las mezze del Oriente Próximo o de los dimsum chinos.
DESDE LA EDAD MEDIA
Entendida en este sentido amplio, como forma de ejecución e incluso, parcialmente, de alimentación, la cocina rápida (o, cuando menos, separada de los rituales de la mesa) ha existido siempre: ya habla de ella Francesc Eiximenis en el siglo XIV (Terç del Christià) al referirse a los alemanes y constatar que comen cuando tienen hambre –lo que todavía ocurre hoy– no según horarios preestablecidos, según un ritual típicamente mediterráneo.
Por otra parte, el concepto de comida rápida o de calle forma parte de la cultura tradicional de regiones con una gran reputación gastronómica, como es Turquía, el Magreb y los países de Asia. Hay quien ha sugerido que la comida rápida al estilo turco –xix kebabs, döner kebabs, böreks–, ampliamente extendida por todas las zonas ocupadas por el imperio otomano, tiene un origen militar: comida rápida y sin estorbos, en efecto, son las necesidades de un ejército eficaz. Ciertamente, en los países del Oriente Próximo, pasando por Egipto y hasta el Magreb, hay una tradición –seguramente más que milenaria en el segundo caso– con respecto al consumo de comidas rápidas de calle, como son los faláfels (albóndigas vegetales), xavarmes (equivalente al döner kebab turco o al gyros griego), böreks (borekas en Israel) y hasta pides, lahmakums o pizzas; comidas que, por cierto, también se van introduciendo en el Mediterráneo occidental como alternativa a la comida rápida de tipo americano, junto con establecimientos de pasta, ensaladas o bocadillos que les plantan batalla, a menudo con un discurso publicitario basado en una alimentación “sana” y “mediterránea”.
LA HAMBURGUESA ES INOCENTE
Es un error corriente, a mi parecer, focalizar las críticas a este modelo de alimentación en la hamburguesa. Ésta, de hecho, es inocente: es más importante su entorno, el tipo de cultura alimenticia alternativa que propone la cocina rápida, que conlleva, de entrada, que uno come cuando tiene hambre, no cuando es necesario socialmente, de acuerdo con un ritual y unas normas culturales preestablecidas. Por eso en el McDonald’s del parque Disney de París no salen bien las cuentas: esperaban que la gente empezara a desfilar por él desde las 10 de la mañana, como en los Estados Unidos, y no toda de golpe, más o menos al mediodía, provocando colas inesperadas. Como dicen algunos antropólogos y otros estudiosos –como Claude Fischler– la manera norteamericana de alimentarse constituye una cocina “nómada”: el coche es su aliado. Se come y se bebe andando por la calle, o en el coche mismo. Hasta ahora ésto sólo lo veíamos en las películas, pero esta imagen más bien patética ya empieza a ser habitual aquí, protagonizada tanto por turistas como por indígenas. El fast foodes un rito individual: nos enfrentamos al pequeño “sarcófago” que contiene la hamburguesa, que derrama salsas delicuescentes y con aspecto putrefacto, en soledad, pese a que en la mesa se siente alguien más. No compartimos, y, en cierto modo, deshacemos el aspecto social y socializador del rito de comer tal y como se ha ejercido durante milenios. Ya el citado Francesc Eiximenis –consejero de la ciudad de Valencia– decía que “la comida debe ser recibida con gran placer, paz y alegría”, y añade que “invitar a alguien y ser invitado por otro es señal de amistad”. Y eso pese a que la estrategia de las multinacionales del ramo –que tienen, incluso, sus universidades, como pasa con McDonald’s– consiste en ocupar edificios históricos de las viejas ciudades y poner, visiblemente, el nombre de “restaurante”. ¡Sólo algún incauto de aquí utiliza el nombre de fast food! Hasta el punto de que en los Estados Unidos la palabra restaurante se ha devaluado de tal modo –al asociarse a los establecimientos de comida rápida– que se ha tenido que introducir otro vocablo (no anglosajón) para definirlos (cafe, que no equivale en absoluto al coffe-shopo cafetería).
RAZONES DE UN ÉXITO
¿Y si hablamos de la calidad de la comida, o de su adecuación a las tradiciones alimenticias más razonables? A pesar de todo, y pese a la política de escaparate antes mencionada, importa poco; este estilo de alimentación, en algún caso, puede ser un atentado contra las normas racionales o placenteras de alimentación del Mediterráneo o de Oriente. Es “comida basura”, con salsas que lo enmascaran todo porque el producto, como tal, es incluso irrelevante. Un libro tan “calificado” como Foods that Harm, Foods that Healpublicado por Reader’s Digest (hay traducción española, 1997), dice que el término “comida basura se aplica a una gran variedad de comidas rápidas y para llevar, desde postres instantáneos y golosinas hasta hamburguesas y patatas fritas o similares, refrescos y sopas instantáneas”. Es la cultura del arrasador ketchup, de la mostaza inclemente o de la desabrida mayonesa: verdaderos ríos de salsa cubren tortitas de carne picada, salchichas, cosas que parecen pescado, pastas de supuesto pollo y ensaladas con más salsas y grasas que verde. Es un modelo que, repetido (la mayor parte de norteamericanos acuden a un establecimiento de comida rápida de dos a tres veces por semana), provoca obesidad y, sobre todo, una perversión del paladar dado que los platos naturales, sencillos, sin salsas, la fruta, la verdura, etc., ya no gustan a los adeptos a esta comida y, sobre todo, a los niños. Así, unas simples patatas fritas de McDonald’s tienen un ligero gusto de carne, gracias al añadido de grasa de buey o de un saborizante. Por eso Paul Ariès (La fin des mangeurs) habla, incluso, de la infantilización “de las comidas modernas”. A su vez, Erich Schlosser, en su documentado y demoledor ensayo Fast food, demuestra que esta comida no cumple solamente unos principios dietéticos deseables, sino ni tan siquiera sanitarios. Sin hablar de la explotación laboral sin misericordia a que son sometidos sus trabajadores.
CREANDO ADEPTOS
La estrategia de las multinacionales de la comida rápida consiste en crear adeptos-adictos infantiles a esta religión. Pese a que la Academia Norteamericana de Pediatría declaró en 1995 que “la publicidad dirigida a los niños es intrínsecamente engañosa y explota a los menores de ocho años”, sólo hay que acudir a cualquier establecimiento de comida rápida, o ver su publicidad por televisión, para darse cuenta de que este principio es sistemáticamente vulnerado. Regalos, promociones, menús son, explícitamente, un pasto inclemente y adictivo ofrecido a los niños… y a sus padres, claro. Los futuros clientes están asegurados: sobre todo si uno no “crece” (desde la perspectiva del gusto) y se mantiene fiel a esta comida infantil y adolescente cuando ya está algo crecidito.
COMIDA LENTA
Si se habla de comida “rápida”, naturalmente, es por contraposición a una “comida lenta”. Es decir, la cocina tradicional –de la histórica o popular a la alta cocina de los creadores: de la cocina de las abuelas a Ferran Adrià. Pero ya hemos visto que bajo este concepto debemos entender más un estilo de comer que no unas comidas determinadas: en casa, en todo el Mediterráneo, siempre hemos comido albóndigas, köfte, bolas, pelotas, bistecs rusos o croquetas de carne picada, y no por eso eran “comida rápida”.
Una alternativa inteligente es la que encontramos en Italia. Algunos viejos establecimientos de tavola calda (literalmente, “mesa caliente”) han reabierto las puertas recogiendo algunos aspectos organizativos de la comida rápida: ausencia de camareros, precios y presentaciones estándar razonables, platos, recipientes, cubiertos y vasos de un solo uso…, donde se sirven los platos tradicionales que cualquier mamma cocina: refrescantes antipasti, exquisitos platos de pasta e incluso suculentas recetas de pescado o de carne.
También de origen italiano es el movimiento llamado slow food. Nacido hacia los 70, y ya plenamente consolidado y con ramificaciones en otros países, a través de publicaciones, de la revista Slow: Messaggero di gusto e cultura, de una importante feria que tiene lugar en la capital del Piamonte, Turín, de la búsqueda y promoción de los productos tradicionales o en vías de extinción –verduras, legumbres, embutidos, quesos–, ha sabido crear una marca de regreso a la comida tradicional y al tiempo que hace falta para degustarla. Bien alejado, pues, del uniformador y patético “planeta fast food” que algunos nos quieren vender.
BIBLIOGRAFÍA
Ariès, P. (1997): La fin des mangeurs, París, Desclée de Brouwer.
Schlosser, E. (2002): Fast Food. El lado oscuro de la comida rápida, Barcelona, Grijalbo Mondadori.